miércoles, 22 de mayo de 2013

La historia del pobre pescador


Siempre recordaré mi primera clase de introducción a la economía. Yo, que venía de la carrera de matemáticas y anteriormente del bachiller de ciencias, no había hecho nada de economía en mi vida. Lo primero que me enseñaron ese día es que si coges la curva de la oferta y la cruzas con la curva de la demanda, te da el precio. Y además, también la cantidad que se vende de ese producto. Joder. Pues si que es fácil esto de la economía, me dije.

Esto de la curva de la demanda no os penséis que tiene mucho misterio eh. Un ejemplo, para que lo veáis más claro. Si un ferrari vale 5€, millones de personas estarán dispuestas a comprarlo (p1 y q1 en el gráfico), en cambio, si su precio es de 4 millones de €, tan sólo alguien como, no sé, yo, por ejemplo, podrá permitirse uno (p2 y q2). El resultado en forma de gráfico es este:


La curva de oferta tiene un poco más de miga, pero para no aburriros solo tenéis que saber que depende, como es lógico, de los costes que tenga la empresa a la hora de hacer el producto en cuestión y que normalmente tiene forma opuesta a la de demanda, es decir, es creciente. De nuevo, el resultado en forma de gráfico sería algo parecido a esto:

                               
Ahora juntamos las dos gráficas y... ¡boom! Ya tenemos precio y cantidad en situación de equilibrio (p* y q*).

                                   
Lo veis, os había dicho que era fácil, esto de la economía.

  • Te has colao tío, no son curvas, son rectas.

Correcto, no es que los economistas seamos un poco tontitos, que también, lo que pasa es que estas gráficas son un modelo extremadamente simple. En la realidad, podemos decir que sí que tienen forma curva.

Ahora, llegados a este punto, os voy a contar una historia. Se llama “La historia del pobre pescador”.

Érase una vez, en un pueblo no muy lejano, habitaba un pobre pescador. Su única forma de conseguir alimentos era yendo cada día de buena mañana a pescar al arroyo que se encontraba cerca de su pequeña cabaña. La verdad es que, a nuestro protagonista, no le iba nada mal. A menudo conseguía pesca de sobras, no sólo para alimentarse, si no también para venderla por lo pueblos más cercanos.

Todo iba bien hasta que un día, de la noche a la mañana, apareció una central nuclear instalada unos cuantos kilómetros río arriba. De repente, el color de las aguas empezó a cambiar, ya no era ese agua cristalina que siempre había bajado río abajo, ahora tenía un color verde. Pero no verde bonito, no. Verde mierda.

El pobre pescador pronto descubrió que este espantoso cambio en las aguas del río se debía a que la central nuclear estaba echando todos sus residuos en él. Incluso los peces también habían cambiado su forma... ¡ahora tenían tres ojos!




Como es obvio, la gente ya no quería comprarle semejante pesca. Incluso él tenía miedo de comérsela, pero como era lo único que tenía, no le quedó más remedio que hacerlo. Y murió. FIN

Espectacular relato. Bien merece un premio.

Volvamos a las famosas curvas de oferta y de demanda. Como bien os he dicho antes, la curva de oferta viene determinada por los costes privados que tienen las empresas, sin embargo, a menudo les importa bien poco los costes externos que pueden provocar con su actividad, ya sea en forma de contaminación ambiental, ruido, etc. Como es evidente, esto puede generar problemas como el que os he explicado en mi maravilloso relato.

Resumiendo, tenemos un precio y una cantidad de mercado (presuntamente en equilibrio) que vienen determinados por una demanda y por una oferta que no tienen en cuenta los costes externos, sólo los privados, cuando se deberían tener en cuenta ambos, es decir, el coste social total. Ésta, no me lo negaréis, es una situación tremendamente injusta para nuestro poco afortunado protagonista.

La pregunta es, ¿podemos conseguir que el precio y la cantidad vengan dados por una oferta y una demanda que tenga en cuenta al pobre pescador? Es decir, ¿podemos conseguir que las empresas internalicen estos costes (o parte de ellos)? Pues la respuesta, como casi siempre, es sí. ¿A quién debemos recurrir? Efectivamente, éste es un trabajo para papá Estado.

Éste tiene diversas maneras de conseguir que las empresas internalicen parte de los costes externos que generan. Veamos algunas.

Una de las formas que seguramente conozcáis es la de multar el exceso de contaminación. Funciona de la siguiente manera. Se marca un tope de contaminación, y el que lo pasa debe pagar una multa al estado. Simple pero ineficaz. Me explico.

Si este método se realizara bien, habría que calcular cuál sería el importe óptimo de la multa para que la contaminación que decidiera expulsar la empresa fuera la deseada por el Estado. Esto no es tarea fácil, ya que habría que poner multas personalizadas para cada empresa, además de conocer al dedillo sus costes privados, algo casi imposible de saber.


Otra forma es crear una subasta de permisos de contaminación. Las empresas que quieran contaminar, que entren en una subasta de permisos para hacerlo. Esta solución es un buen modo de recaudación para el Estado, pero, hablando en plata, no estamos haciendo más que crear un mercado de mierda.

Por último, y ya acabo, os voy a explicar la que para mi es la mejor de todas las soluciones.

Se trata de implantar los llamados impuestos pigouvianos. Éstos deben su nombre a Arthur Pigou, un economista inglés nacido a finales del siglo XIX (cuando todavía no había centrales nucleares que echaran mierda a los ríos!) que se basan en fijar un impuesto “x” por cada unidad (q) producida. Es decir es un impuesto a la cantidad.

La gracia está en que esa cantidad “x” provoque que la misma empresa decida por sí sola llegar al punto de producción del óptimo social. ¿Y cuál es esa cantidad? La cantidad del impuesto debe ser igual al coste marginal externo.

  • ¿¿¿¿Qué????

Vale, vale. Me explico. Por ejemplo, que la central nuclear tirara unos pocos residuos al río al pescador le podría “joder” poco, ya que al fin y al cabo se los puede llevar la corriente. Luego el coste marginal externo sería pequeño. Sin embargo, si se llena el río de mierda y de peces de tres ojos, fastidia de una manera muy grande al pescador, luego el coste marginal externo sería también muy grande. Os hago unos dibujitos que seguro que se ve más claro.





En éste se ve la situación que se da cuando se produce la externalidad negativa. Vemos como a partir de una cierta cantidad, el coste marginal externo empieza a subir. Como consecuencia, también lo hace el coste marginal social, que antes de llegar a esta cantidad estaba formado únicamente por el coste marginal privado. Recordad, el coste social es la suma de ambos.



Ahora lo que vemos es como al introducir el impuesto, la empresa pasa a tener el coste de la linea roja (su coste privado más el impuesto), que corta la curva de demanda precisamente en el mismo punto que el coste marginal social reduciendo así la cantidad producida de q* a q^ ¡que es precisamente lo que queremos desde un principio! 

Tal y como veríamos en un gráfico bien dibujado (mis habilidades con el paint son limitadas, la verdad) el tramo azul (1), que corresponde al impuesto ([cms + impuesto] – cms = impuesto), y el tramo azul (2) que corresponde al coste marginal externo en el óptimo social, son iguales. Es así como se demuestra que el impuesto que tenemos que implantar a la producción tiene que ser igual al coste marginal externo que tenemos en el óptimo social.

Y además, por si fuera poco, el Estado también recauda con este método, que buena falta le hace. Soy consciente que es bastante difícil calcular cuál sería el coste marginal externo en el óptimo social, pero hay maneras, y sin duda el método lo merece.

Ya no me enrollo más, que se que esta última parte es un poco tocho. Ésto es todo por hoy, y recordad, no tiréis mierda a los ríos, el coste marginal externo de vuestros vecinos (y del pobre pescador) lo agradecerá.

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