Siempre
recordaré mi primera clase de introducción a la economía. Yo, que
venía de la carrera de matemáticas y anteriormente del bachiller de
ciencias, no había hecho nada de economía en mi vida. Lo primero
que me enseñaron ese día es que si coges la curva de la oferta y la
cruzas con la curva de la demanda, te da el precio. Y además,
también la cantidad que se vende de ese producto. Joder. Pues si que
es fácil esto de la economía, me dije.
Esto
de la curva de la demanda no os penséis que tiene mucho misterio eh.
Un ejemplo, para que lo veáis más claro. Si un ferrari vale 5€,
millones de personas estarán dispuestas a comprarlo (p1 y q1 en el
gráfico), en cambio, si su precio es de 4 millones de €, tan sólo
alguien como, no sé, yo, por ejemplo, podrá permitirse uno (p2 y
q2). El resultado en forma de gráfico es este:
La
curva de oferta tiene un poco más de miga, pero para no aburriros
solo tenéis que saber que depende, como es lógico, de los costes
que tenga la empresa a la hora de hacer el producto en cuestión y
que normalmente tiene forma opuesta a la de demanda, es decir, es
creciente. De nuevo, el resultado en forma de gráfico sería algo
parecido a esto:
Ahora
juntamos las dos gráficas y... ¡boom! Ya tenemos precio y cantidad
en situación de equilibrio (p* y q*).
Lo
veis, os había dicho que era fácil, esto de la economía.
- Te has colao tío, no son curvas, son rectas.
Correcto,
no es que los economistas seamos un poco tontitos, que también, lo
que pasa es que estas gráficas son un modelo extremadamente simple.
En la realidad, podemos decir que sí que tienen forma curva.
Ahora,
llegados a este punto, os voy a contar una historia. Se llama “La
historia del pobre pescador”.
Érase
una vez, en un pueblo no muy lejano, habitaba un pobre pescador. Su
única forma de conseguir alimentos era yendo cada día de buena
mañana a pescar al arroyo que se encontraba cerca de su pequeña
cabaña. La verdad es que, a nuestro protagonista, no le iba nada
mal. A menudo conseguía pesca de sobras, no sólo para alimentarse,
si no también para venderla por lo pueblos más cercanos.
Todo
iba bien hasta que un día, de la noche a la mañana, apareció una
central nuclear instalada unos cuantos kilómetros río arriba. De
repente, el color de las aguas empezó a cambiar, ya no era ese agua
cristalina que siempre había bajado río abajo, ahora tenía un
color verde. Pero no verde bonito, no. Verde mierda.
El
pobre pescador pronto descubrió que este espantoso cambio en las
aguas del río se debía a que la central nuclear estaba echando
todos sus residuos en él. Incluso los peces también habían
cambiado su forma... ¡ahora tenían tres ojos!
Como
es obvio, la gente ya no quería comprarle semejante pesca. Incluso
él tenía miedo de comérsela, pero como era lo único que tenía,
no le quedó más remedio que hacerlo. Y murió. FIN
Espectacular
relato. Bien merece un premio.
Volvamos
a las famosas curvas de oferta y de demanda. Como bien os he dicho
antes, la curva de oferta viene determinada por los costes privados
que tienen las empresas, sin embargo, a menudo les importa bien poco
los costes externos que pueden provocar con su actividad, ya sea en
forma de contaminación ambiental, ruido, etc. Como es evidente, esto
puede generar problemas como el que os he explicado en mi maravilloso
relato.
Resumiendo,
tenemos un precio y una cantidad de mercado (presuntamente en
equilibrio) que vienen determinados por una demanda y por una oferta
que no tienen en cuenta los costes externos, sólo los privados,
cuando se deberían tener en cuenta ambos, es decir, el coste social
total. Ésta, no me lo negaréis, es una situación tremendamente
injusta para nuestro poco afortunado protagonista.
La
pregunta es, ¿podemos conseguir que el precio y la cantidad vengan
dados por una oferta y una demanda que sí tenga en cuenta al pobre
pescador? Es decir, ¿podemos conseguir que las empresas internalicen
estos costes (o parte de ellos)? Pues la respuesta, como casi
siempre, es sí. ¿A quién debemos recurrir? Efectivamente, éste es
un trabajo para papá Estado.
Éste
tiene diversas maneras de conseguir que las empresas internalicen
parte de los costes externos que generan. Veamos algunas.
Una
de las formas que seguramente conozcáis es la de multar el exceso de
contaminación. Funciona de la siguiente manera. Se marca un tope de
contaminación, y el que lo pasa debe pagar una multa al estado.
Simple pero ineficaz. Me explico.
Si
este método se realizara bien, habría que calcular cuál sería el
importe óptimo de la multa para que la contaminación que decidiera
expulsar la empresa fuera la deseada por el Estado. Esto no es tarea
fácil, ya que habría que poner multas personalizadas para cada
empresa, además de conocer al dedillo sus costes privados, algo casi
imposible de saber.
Otra
forma es crear una subasta de permisos de contaminación. Las
empresas que quieran contaminar, que entren en una subasta de
permisos para hacerlo. Esta solución es un buen modo de recaudación
para el Estado, pero, hablando en plata, no estamos haciendo más que
crear un mercado de mierda.
Por
último, y ya acabo, os voy a explicar la que para mi es la mejor de
todas las soluciones.
Se
trata de implantar los llamados impuestos pigouvianos.
Éstos deben su nombre a Arthur Pigou, un economista inglés nacido a
finales del siglo XIX (cuando todavía no había centrales nucleares
que echaran mierda a los ríos!) que se basan en fijar un impuesto
“x” por cada unidad (q) producida. Es decir es un impuesto a la
cantidad.
La
gracia está en que esa cantidad “x” provoque que la misma
empresa decida por sí sola llegar al punto de producción del óptimo
social. ¿Y cuál es esa cantidad? La cantidad del impuesto debe ser
igual al coste marginal externo.
- ¿¿¿¿Qué????
Vale,
vale. Me explico. Por ejemplo, que la central nuclear tirara unos
pocos residuos al río al pescador le podría “joder” poco, ya
que al fin y al cabo se los puede llevar la corriente. Luego el coste
marginal externo sería pequeño. Sin embargo, si se llena el río de
mierda y de peces de tres ojos, fastidia de una manera muy grande al
pescador, luego el coste marginal externo sería también muy grande.
Os hago unos dibujitos que seguro que se ve más claro.
En
éste se ve la situación que se da cuando se produce la externalidad
negativa. Vemos como a partir de una cierta cantidad, el coste
marginal externo empieza a subir. Como consecuencia, también lo hace
el coste marginal social, que antes de llegar a esta cantidad estaba
formado únicamente por el coste marginal privado. Recordad, el coste
social es la suma de ambos.
Ahora
lo que vemos es como al introducir el impuesto, la empresa pasa a
tener el coste de la linea roja (su coste privado más el impuesto),
que corta la curva de demanda precisamente en el mismo punto que el
coste marginal social reduciendo así la cantidad producida de q* a q^ ¡que es precisamente lo que queremos desde un
principio!
Tal
y como veríamos en un gráfico bien dibujado (mis habilidades con el
paint son limitadas, la verdad) el tramo azul (1), que corresponde al
impuesto ([cms + impuesto] – cms = impuesto), y el tramo azul (2)
que corresponde al coste marginal externo en el óptimo social, son
iguales.
Es así como se demuestra que el impuesto que tenemos que implantar a
la producción tiene que ser igual al coste marginal externo que
tenemos en el óptimo social.
Y
además, por si fuera poco, el Estado también recauda con este
método, que buena falta le hace. Soy consciente que es bastante
difícil calcular cuál sería el coste marginal externo en el óptimo
social, pero hay maneras, y sin duda el método lo merece.
Ya
no me enrollo más, que se que esta última parte es un poco tocho.
Ésto es todo por hoy, y recordad, no tiréis mierda a los ríos, el
coste marginal externo de vuestros vecinos (y del pobre pescador) lo
agradecerá.
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